LECTURAS | “Daniel Defoe: La invención de la realidad”, de Juan Villoro

16/12/2017 - 12:04 am

El oficio del avezado crítico y la intuición del genuino creador. Prosa ágil, brillante, poliédrica, informada hasta la exhaustividad, es la de Juan Villoro en La utilidad del deseo, su nuevo libro de ensayos literarios, luego de  Efectos personales y De eso se trata, todos por Anagrama.

Ciudad de México, 16 de diciembre (SinEmbargo).-“Sé que a la hora de los fantasmas Villoro juraría como cuentista, pero lo tengo entre nuestros mejores críticos”, ha dicho Christopher Domínguez Michael. Su nuevo libro, un compendio de artículos que ha hecho para una presentación, para un pedido o por pleno gusto, confirma esa apreciación.

La utilidad del deseo quiere intercambiar opiniones y compartir el amor por los libros y por la literatura con sus lectores. Es el deseo de compartir el que está en el título y en esta nueva escala, Villoro se ocupa, entre otros temas, de la inagotable isla de Daniel Defoe, la celeridad y la culpa en Nikolái Gógol, el arte de condenar de Karl Kraus, la empatía de la pluma con el bisturí, la fábula de la conciencia de Peter Handke, las insólitas semejanzas entre los incomparables Ramón López Velarde y James Joyce, los enigmas de la traducción, la tensión entre verdad y mentira en Gabriel García Márquez y las cartas privadas de Julio Cortázar, Juan Carlos Onetti y Manuel Puig; lo hace con un rigor y una hondura siempre aliados a una gozosa fluidez.

Un libro que lo ubica entre nuestros mejores críticos. Foto: Especial

Fragmento de La utilidad del deseo, de Juan Villoro, con la autorización de Anagrama

Nos entregamos a la piedad de Dios y a la locura del mar. Robinson Crusoe

En el verano de 1730 Daniel Defoe regresó a Londres, su ciudad natal. Llevaba algún tiempo viviendo en provincia, pero su casa se había vuelto insegura. Viajaba solo, procurando pasar de incógnito; se acercó a un barrio que conocía desde la infancia y donde podía moverse con confianza. Ahí se hospedó en una discreta pensión de Ropemaker’s Alley. A los setenta años, el novelista huía de uno más de sus múltiples acreedores. Los rocambolescos esfuerzos para saldar sus deudas habían sido inútiles y la vejez no le brindaba reposo alguno. ¿De qué le servían las muchas destrezas adquiridas en una vida llena de acontecimientos? Sabía catar vinos, calcular las posibilidades de rendimiento de un caballo, fabricar ladrillos, comerciar en sedas, embarcar mercancías a ultramar, polemizar sobre todos los temas bajo el sol, espiar y ganarse la confianza de los poderosos. Pero nada de eso le permitía escapar de su arrinconada condición; lo único que lo mantenía a salvo era negar su identidad. El mayor novelista de su tiempo trataba de ser anónimo.

Dueño de una incombustible energía, había tratado de triunfar en los negocios, oponiendo la inventiva a la evidencia y padeciendo los abusos de una época aún más arbitraria que la nuestra, en la que el comercio se confundía con el pillaje y carecía de toda regulación.

Harto de competir en desventaja, escribió con conocimiento de causa acerca de las limitaciones de la sociedad inglesa, convirtiéndose en pionero del periodismo económico. Durante un tiempo alternó los oficios del polemista y el negociante y los asumió con la enjundia de quien considera que la realidad existe para ser modificada. En la mañana se arruinaba y en la tarde iniciaba una campaña en la prensa o un nuevo negocio.

Dos veces tuvo que declararse en quiebra y no se repuso de esos golpes. Perder el dinero en desventuras comerciales le parecía un defecto de carácter. A diferencia de su padre, empleado estable de una compañía vendedora de carnes, sometió a su mujer y a sus siete hijos a la ruleta de la fortuna. No estaba en su temperamento optar por un oficio seguro; sin embargo, encontraría continuos motivos de remordimiento al comparar su incierto destino con la parda pero sólida vida paterna.

Su eficacia como panfletista fue enorme, pero sus ideas rara vez sentaron bien. En miles de páginas abogó por la tolerancia religiosa y la libertad de expresión. El eje de sus argumentaciones fue la necesidad de abrir la sociedad inglesa, cuya rigidez en las costumbres no impedía el caos en la política.

Nacido en el seno de una familia de protestantes disidentes, entendió desde niño lo que significa pertenecer a un grupo minoritario. Apoyó la causa de su comunidad religiosa hasta que descubrió que el dogmatismo es mal amigo de la razón y que incluso una congregación acostumbrada a entender la fe como una forma de la rebeldía era capaz de tener posturas acomodaticias con el Parlamento y la Corona.

¿Es posible ser crítico en un entorno que ignora los privilegios de la discrepancia? Como periodista, Defoe fue un maestro del equilibrio. Dependiendo de la coyuntura, cambió de estrategia para congraciarse con diversas facciones políticas. Esta versatilidad táctica le permitió defender los valores liberales que más le interesaban.

La idea del self made man que pretende triunfar en la sociedad capitalista puede parecer rutinaria en el siglo XXI. En tiempos de Defoe era un atrevimiento. Toda iniciativa privada parecía absurda en un ámbito determinado por nociones de clase, sangre y religión.

De manera oscilante, el periodista de combate apoyó a las dos tendencias del Parlamento; fue whig para fortalecer a los protestantes disidentes y tory para paliar sus excesos; en ocasiones exageró su postura whig para desprestigiar esa causa e hizo lo propio con la postura tory.

Se acercó a la aristocracia y a la Corona, no en busca de una cómoda renta, sino de protección para seguir publicando panfletos de elevada temperatura. No quería la irrestricta aceptación de los poderosos, sino un respaldo transitorio para salvar el pellejo. El polemista se subordinaba en forma intrépida. No siempre salió bien librado de este empeño. Al menos cinco veces estuvo en la cárcel y pasó por la terrible humillación de la picota, que consistía en exhibir en público a un reo, con la cabeza y las manos metidas en un tablón de madera.

En 1713, año de uno de sus encarcelamientos, un panfleto lo calumnió con el título de Judas descubierto. Defoe era descrito como “un animal que cambia de forma con más frecuencia que Proteo y avanza y retrocede como una liebre perseguida”.

Alberto Cavallari, traductor de Robinson Crusoe al italiano y director del Corriere della Sera, ha subrayado lo mucho que nuestro autor aprendió en las calderas del periodismo. En su ensayo “La isla de la modernidad” escribe: “Defoe anticipa sin saberlo un problema permanente del periodismo moderno, presionado por su propio poder mientras sufre las presiones de otros poderes.”

El panfletista del siglo XVIII disponía de un arma que en cualquier momento podía volverse en contra suya. Con dosis idénticas de ironía y cinismo, comentó: “¿Puede ser independiente un periodista? Por supuesto, pero solo de un modo. Véanme a mí: a veces me pagan los whigs y a veces los tories. Así soy independiente.”

Con el tiempo, Defoe se convirtió en experto en representar opiniones que no compartía. Esta habilidad camaleónica le deparó un peculiar aprendizaje literario. En sus mudables colaboraciones para la prensa, aprendió a respaldar ideas ajenas, recurso esencial a sus novelas.

En el verano de 1730, cuando abrió la puerta de la pequeña pensión en Ropemaker’s Alley, seguramente sintió una mezcla de alivio y frustración. Estaba en un recinto donde no sería fácilmente hallado, pero muy inferior a sus ambiciones.

Durante toda su carrera había tenido incumplidos anhelos de superación. Cambió su apellido Foe por el afrancesado Defoe y se dio aires de una grandeza que no le correspondía. Usaba espada y peluca y fantaseaba sobre el origen de su imponente anillo (según él, había pertenecido a Christopher Love, ministro presbiteriano decapitado por conspirar contra Cromwell).

Ambicioso, cuando no arribista, fue precursor de los folletos de autoayuda, anheló la fortuna y quiso ponerse a salvo de las habitaciones manchadas de humedad. A los setenta años se había refugiado en una de ellas.

No era el mejor modo de volver a Londres. Eligió ese barrio que conocía desde la infancia para pasar inadvertido y encontrarse ahí con su esposa. Mary tenía una propiedad cercana a la pensión y podían verse de manera furtiva. En la última carta que le envió a su yerno, Henry Baker, Defoe habla de lo mucho que le pesa no ver a su familia durante varias semanas.

Oculto, perseguido por los descalabros de su infructuoso ingenio comercial, no podía apelar al orgullo compensatorio de considerarse un gran escritor. Carecía del prestigio que la época concedía a poetas y eruditos. Su éxito popular podía ser visto como una moda que sería sustituida por otras. Taine lo consideró un hombre de negocios convertido en “soldado de la prosa”. Él mismo se veía más como un profesional de la escritura –un vendedor de textos– que como un artista.

Había frecuentado a reyes y príncipes, y el insigne Jonathan Swift tuvo la deferencia de despreciarlo. Sin saberlo, había cambiado la historia de la literatura. Pero cerró los ojos como un prófugo sin nombre.

El médico que revisó su cadáver dijo que el fallecimiento se debió a un “letargo”. Su biógrafo Maximillian E. Novak señala que hay algo irónico en que un hombre hiperactivo muriera de pasividad extrema. Seguramente el diagnóstico se refería a que expiró durante el sueño, vencido por múltiples quebrantos. La guerra, la zozobra económica, el presidio, las cabalgatas bajo la nieve recorriendo la isla entera y miles y miles de páginas habían cobrado su tributo.

Daniel Defoe fue enterrado el 26 de abril de 1731. Se desconoce la fecha exacta de su nacimiento, pero los biógrafos coinciden en que al morir había cumplido setenta y un años. Su esposa Mary lo sobrevivió apenas un año y ocho meses, y fue enterrada a su lado.

En el último tramo de su vida, Defoe escribió algunos libros que le granjearon el aprecio del público y confirmaron su desencuentro con la crítica. Nunca se interesó mucho en las formas literarias. Escribía a destajo, y si el editor deseaba una enmienda, solicitaba un pago extra (generalmente la mitad del monto inicial). Falleció sin saberse clásico.

Pero algo cambiaba mientras él moría. Los libros dejaban de ser objetos solo accesibles para la élite o los escolásticos y los lectores aceptaban cada vez más que el lenguaje común pasara a la letra impresa. En The Rise of the Novel, el crítico e historiador Ian Watt señala la importancia de la ampliación del público lector para el surgimiento de un nuevo género: la novela. No fue una transformación masiva (un tiraje de diez mil ejemplares era exitoso para un periódico), pero marcó una modificación gradual del gusto.

El fugitivo que murió el 24 de abril de 1731 había tenido un golpe de suerte diez años antes. Convencido de que la gente podía leer un relato en lengua llana, escribió la historia de un náufrago. Lo hizo en primera persona, al modo de una autobiografía. El héroe no tenía un nombre raro ni enfrentaba desafíos sobrenaturales; no llegaba a la literatura prestigiado por la leyenda o la mitología. Un ser común ante un destino desmedido.

Robinson Crusoe se vendió bien, tuvo imitadores y ediciones pirata que propiciaron dos volúmenes posteriores, escritos a toda prisa por Defoe para no perder la prioridad del negocio. Aprovechando el impulso adquirido, compuso Moll Flanders y Roxana, narraciones que también utilizan la primera persona y se estructuran como biografías.

El veterano del periodismo ganó cierto respeto por estos libros (entre ellos, el del eminente Dr. Johnson), pero la opinión mayoritaria fue que ejercía una variante de la literatura ajena al refinamiento y las exigencias de la forma. Charles Gildon, prolífico autor de la época, lo criticó por banalizar el arte y la vida (paradójicamente, este ataque inmortalizaría a Gildon). Tampoco faltaron las acusaciones de haber plagiado la historia del náufrago Alexander Selkirk, quien sobrevivió de 1704 a 1709 en una isla del archipiélago Juan Fernández, frente a las costas chilenas, y se salvó de la locura leyendo la Biblia, cantando himnos y bailando con cabras. El caso era bien conocido. En 1712, Woodes Rogers, el capitán que lo rescató, contó su historia en A Cruising Voyage Round the World. Una reedición de este libro se publicó en 1718, un año antes de la aparición de Robinson Crusoe.

De manera evidente, Defoe se basó en Selkirk, pero su historia era muy distinta. Aun así, la acusación de plagio lo persiguió incluso en la Enciclopedia Británica, que solo modificó su información al respecto ya entrado el siglo XIX.

Inmerso en la vorágine de sus días, el novelista no tuvo tiempo de verse como su propio personaje. Ignoraba que había fundado un género narrativo y que sería considerado como un clásico por dos tipos de lectores particularmente exigentes: los filósofos (con Kant y Rousseau a la cabeza) y los niños (la adaptación para jóvenes lectores hecha por el pedagogo Joachim Heinrich Campe, tutor de los hermanos Humboldt, sería decisiva para estimular los viajes de Alexander al nuevo mundo).

En 1871, los restos del novelista fueron exhumados frente a su tataranieta para ser trasladados a un monumento que, de manera significativa, se erigió gracias a donativos hechos por niños. El endeudado Defoe encontraba a sus perdurables patrocinadores.

La multitud se precipitó sobre el carruaje que trasladaba el ataúd y disputó para quedarse con algún trozo del esqueleto. Educado en el puritanismo, Defoe despreciaba la superchería de las reliquias cristianas. Seguramente le habría sorprendido enterarse de que había dejado de ser un proscrito para suscitar esa extraña idolatría.

Daniel Defoe murió en soledad, última contradicción de quien escribió la mayor parábola del contacto con el otro. Una escena resume el poderío de su imaginación: un hombre sobrevive en una isla desierta; de vez en cuando el mar le trae algunas novedades, pero ninguna supera al asombro de encontrar un rastro en la arena; es la huella de un pie.

Alguien ha llegado a la isla.

LA VIDA COMO NAUFRAGIO

El turbulento destino de Defoe hace que en comparación cualquier otra vida parezca monótona. Es curioso que Charles Dickens, maestro de la literatura de peripecias, lo viera como un hombre sin pasión, más bien desagradable. Vale la pena detenerse en este juicio. En sus plurales enredos, Defoe busca sacar provecho o al menos salvar el pellejo. Su vida es un vasto repertorio de pleitos y negociaciones donde no aparecen reacciones emotivas. No lo vemos llorar, deprimirse, caer en remordimientos dostoievskianos.

En la inmensa biografía de Maximillian E. Novak, Daniel Defoe. Master of Fictions, la palabra “enemigos” surge cada cinco páginas. Nuestro autor lucha y se recupera sin desmayo aparente. Carece del componente sentimental del drama, tan apreciado por Dickens.

Cuesta trabajo seguir puntualmente su accidentada trayectoria como proselitista político. Sus escritos y su trabajo de espía lo sitúan en polos alternos del Parlamento y la religión. Sin embargo, no actúa con la pasión del converso que cambia de creencias, sino con la astucia de quien busca distintas perspectivas para manifestar su hartazgo. En cualquier circunstancia es un sobreviviente. No es casual que escribiera la insuperable parábola del naufragio.

Como proselitista, fue un adalid del hombre común; se opuso a las restricciones de una época en la que resultaba casi imposible hacer negocios en forma independiente, las opiniones publicadas podían llevar a la cárcel y la fe se subordinaba a los mercuriales caprichos de la realeza.

En el siglo XVII no hay una plataforma liberal que apoye a Defoe. En consecuencia, busca la transitoria protección de ciertos poderosos para adelantar la causa del ciudadano raso. ¿Qué hace un demócrata que nació demasiado pronto? Pacta con poderes autoritarios para promover la libertad sin morir en el intento.

En ocasiones, Defoe actúa movido por el cálculo; sin embargo, los duros reveses a los que lo somete la justicia –de la cárcel a la declaración de bancarrota– lo convierten en una arriesgada víctima de la libertad que no traiciona sus convicciones.

El resultado es una vida dickensiana que decepcionó a Dickens, un destino ajeno al llanto y a la risa. Se desconocen amoríos, grandes amistades, arrebatos emotivos en Defoe. A los veinticuatro años contrajo nupcias con Mary Tuffley y aparentemente depositó todos sus afectos en ella y sus siete hijos. Las escenas de compasión, erotismo o fraternidad parecen haber sido tan escasas en su vida como en su obra. Sería interesante conocer la opinión de Mary sobre el marido que la tuvo en muy elevada estima pero derrochó su dote en un santiamén y aprovechó el primer año de matrimonio para unirse a la rebelión del duque de Monmouth contra el rey Jaime II.

Durante décadas, el género favorito de Defoe fue el panfleto, lo cual habla de su carácter combativo y las paradojas de una época en que la promoción de la tolerancia era una forma del pleito. Tampoco la religión representó para él una adaptación al medio. Para quien aprende a rezar rodeado de amenazas, la fe no significa un consuelo sino un desafío.

Su entorno político no pudo ser más inestable. En 1658 muere Cromwell y se restaura la monarquía. Según el consenso de los biógrafos, Defoe nace en 1660. Un año más tarde tiene lugar un extraño caso de retaliación: el cuerpo de Cromwell es exhumado de la abadía de Westminster para ser sometido a una ejecución póstuma.

Los primeros recuerdos del futuro novelista reflejan ese clima de incertidumbre. En Las memorias de un caballero narra una escena que asocia con su propia vida: mientras la madre da a luz, el redoble de un tambor llega de la calle; la vida comienza al compás de la turbulencia pública.

La madre de Defoe murió cuando él tenía diez años. A partir de entonces dependió del padre, James Foe, comerciante apacible, ordenado, poco amigo de las sorpresas, que vendió carne durante toda su vida. Su oficio fue mucho más tedioso y simple que los muchos que asumió su hijo, pero le deparó esa clase de éxito que solo se obtiene aceptando las virtudes de la mediocridad. Todo en el entorno de Defoe era frágil, menos el tesón del padre. Ese punto fijo en medio del caos representó para él un desafío y un agravio. El novelista sabía que si se hubiera conformado, habría padecido menos.

El gran pecado de Robinson Crusoe consiste en rechazar la medianía propuesta por su padre, el lugar poco apasionante pero seguro que corresponde a su estrato social: “Mi condición era mediana, o lo que cabía considerar como la estación superior de la vida baja, la mejor del mundo según su larga experiencia, la más idónea para la felicidad humana.” Algo idéntico ocurre con Defoe: escapa de la confortable mediocridad para meterse en apuros.

También Londres contribuyó a su zozobra. A los cinco años fue testigo de la peste que cobró más de sesenta mil vidas, y a los seis, del gran incendio que devastó la capital inglesa.

Sus recuerdos de aquel tiempo no podían ser muy precisos, pero ciertas escenas se le grabaron con fuerza, revelando que desde entonces ya veía el mundo como narrador. Por ejemplo, no olvidó que en los días aciagos de la peste los tenderos desinfectaban las monedas en vinagre para no contagiarse. Muchos años después escribiría una obra maestra de la crónica, Diario del año de la peste, donde esos detalles memoriosos se mezclan con informes de otros relatores.

Defoe reaccionaba de prisa ante los cataclismos. En 1704, recién salido de la cárcel, se interesó en la tormenta que había destruido buena parte de la flota inglesa, puso un anuncio en la London Gazette para recibir informes al respecto e investigó los documentos del almirantazgo. Con estos materiales compuso una notable relación de la tragedia: La tormenta.

LOS AÑOS FORMATIVOS

Defoe estudió en la Academia de Charles Morton, santuario de los protestantes disidentes. No estaba orgulloso de su formación y tuvo que padecer las acusaciones de ignorancia del sarcástico Swift; sin embargo, apreció que en la Academia se permitiera la lectura de John Locke. El precursor del empirismo y el liberalismo estuvo proscrito en Oxford y Cambridge. Sus ideas determinaron el temple de Defoe. Locke adaptó las fábulas de Esopo con fines de enseñanza filosófica y abogó por la libertad de credos y el contrato social como un acuerdo libre entre los hombres. Su teoría de la tabula rasa, que evita las prenociones para conocer por cuenta propia, cautivó al futuro novelista, que situaría su principal obra en una isla desierta.

En la Academia también se leían textos de metafísica escritos por jesuitas, pero no todo era apertura. Los dissenters tenían un riguroso sistema de prohibiciones, que incluía el teatro de Shakespeare y el Book of Common Prayer de la Iglesia anglicana. En su Historia de Inglaterra, Lord Macaulay describe con gracia esta austera enseñanza: “Los puritanos odiaban que se torturara en público a los osos, no por el padecimiento que sufrían los osos, sino porque le daba placer a los espectadores.”

La Academia brindó a Defoe una educación sencilla pero sólida y no libre de extravagancias. Morton, que años después sería vicepresidente de la Universidad de Harvard, afirmaba que las aves migratorias desaparecían en invierno para irse a la luna.

Durante uno de los muchos conflictos religiosos de la época, los protestantes disidentes temieron que su Biblia fuera confiscada. En consecuencia, la clase del joven Daniel copió los cinco libros de Moisés para salvarlos de la extinción. No es extraño que las citas bíblicas apuntalaran sus textos, tanto en los artículos de circunstancia como en Robinson Crusoe.

Resulta interesante reparar en su uso literario de las escrituras. Rara vez se sirve del Pentateuco como lo haría un feligrés; lo toma como referencia intelectual, un principio de autoridad compartido por los lectores cultos que le sirve para abordar los más distintos temas.

LA CRISIS COMO COSTUMBRE

La familia, la religión, los desastres urbanos y la política fueron motivos de inquietud para el novelista. Pero su principal calvario fue la economía.

Marx vio a Crusoe como un emblema del capitalismo, el hombre industrioso, de cálculo egoísta, que identifica la dicha con la ganancia y ve al Otro como a un empleado potencial. Pero el creador de ese personaje no pudo emprender un negocio sin arruinarlo; de haber tenido éxito en sus empeños comerciales, jamás se habría dedicado a la literatura.

Marx leyó la historia desde la perspectiva del siglo XIX, con ojos muy distintos a los de quien vivió el siglo XVII y el naciente XVIII. En tiempos de Defoe la libre empresa era una aventura tan intrépida como la piratería. El ascenso social resultaba improbable, el crédito escaseaba, las profesiones liberales no se habían establecido y las medidas fiscales no podían ser más caprichosas (llegó a haber un gravamen por estar soltero y el propio Defoe fue durante un tiempo recaudador del impuesto al cristal, relativo a la posesión de botellas). El náufrago que administra la naturaleza es una figura compensatoria del empresario que tantas veces fracasó en la realidad y que defendió con enjundia la libertad de hablar, rezar y comerciar.

A Shakespeare le fascinaban los juicios por su intrincado dramatismo. ¿Sintió Defoe una atracción literaria equivalente por la negociación de créditos en tabernas hinchadas de humo donde el prestamista aumentaba o mitigaba sus abusos a partir de las palabras, los gestos y las actitudes del cliente?

El persuasivo Defoe logró que le prestaran. Su problema fue saldar las deudas. Pasó de un giro comercial a otro y ensayó transacciones en ultramar que solo triunfarían en las páginas de Robinson Crusoe. Uno de sus negocios más peculiares fue el de criar gatos, cuyas glándulas perianales, llenas de almizcle, servían para la perfumería. En una ocasión, sus acreedores le decomisaron setenta gatos que estaban a punto de brindarle réditos. Esto le produjo un irracional odio a esa especie: en Capitán Singleton, el protagonista trata de comerse un gato y la carne le resulta repelente.

Sus afanes de mercader no interrumpieron su curiosidad intelectual ni lo privaron de emprender otro tipo de proyectos. En compañía de Edmund Halley, preparó un Atlas marítimo y comercial. Seguramente colaboró como redactor al servicio del astrónomo que en 1682 descubrió que el cometa que ese año surcaba el cielo era el mismo que se había visto en 1531 y en 1607, y que regresaría en 1758. ¿De qué hablaron Halley y Defoe? Ignoramos el sentido profundo de ese encuentro que, a falta de datos, los biógrafos tratan como algo circunstancial.

Si dividiéramos la vida de Defoe en tres actos, el eje evidente de los dos primeros serían los negocios o, mejor dicho, la incesante capacidad de fracasar en ellos, y el tercero estaría consagrado a la literatura. Para el 29 de octubre de 1692 debía 17.000 libras. La dote de su esposa, de 3.700 libras, no sirvió para apaciguar a sus perseguidores; incapaz de saldar deudas, tuvo que declararse en bancarrota y fue a dar a la cárcel. Muchos años después la literatura le permitiría concebir una venganza poética. En Roxana, la protagonista recibe joyas y dinero por un valor de “15.000 o 16.000 libras”, suma muy parecida a la que no pudo pagar el autor.

Su venganza literaria es aún mayor en Robinson Crusoe. Cuando el náufrago encuentra monedas de distintos países en la isla desierta, lanza este liberador monólogo: “Oh, droga –exclamé–. ¿De qué me sirves ahora? No mereces ni que te recoja del suelo; vale más uno de esos cuchillos que todo este montón. Ninguna utilidad tienes para mí, así que quédate donde estás y húndete como una criatura cuya vida no merece salvación.”

En 1703, a los cuarenta y dos años, sufrió su segunda bancarrota. De ese año terrible proviene la única descripción que se conserva de él. No se trata de un perfil literario ni de un reportaje, sino de una denuncia. Poco antes del descalabro económico, había publicado El camino más corto con los disidentes. El panfleto irritó en tal forma a las autoridades que se ofreció una recompensa para localizar al autor. Un soplón escribió el texto que lo describe como “un hombre de cerca de cuarenta años, que usa peluca, tiene tez morena, nariz aguileña, ojos grises, pelo castaño oscuro y una gran verruga cerca de la boca”. El solitario retrato de Defoe sirvió para que lo arrestaran.

Fue condenado a tres días de humillación pública en la picota y a un año de cárcel. Lord Nottingham intercedió por él y prometió ayudar a rebajarle la sentencia si delataba a sus cómplices, pero el proselitista declaró que había actuado sin otro apoyo que su conciencia.

Poco antes de someterse a la picota escribió un poema al respecto. Según la leyenda, esto provocó que la multitud le arrojara flores en vez de las piedras con que se ultrajaba a quienes tenían la cabeza y las manos inmovilizadas por el tablón de madera. Lo cierto es que pocos clásicos de la literatura recibieron un trato semejante. John Robert Moore, autor de Defoe en la picota, escribió que nadie que haya sufrido esa condena sería capaz de superarla con mayor eminencia que el autor de Moll Flanders. Al salir del presidio, Defoe escribió el poema “More Reformation”. Ahí pregunta: “¿Quién puede juzgar los crímenes del castigo?”.

A causa de sus antecedentes penales, no pudo ejercer cargos públicos y durante siete años se le prohibió colaborar con publicaciones eclesiásticas. La falta de espacios editoriales lo llevó a fundar The Review, que comenzó vendiendo 200 ejemplares y pronto alcanzó los 1.500, buena circulación para la época. Defoe escribía todos los textos de la revista que preconizaba la libertad de expresión, la tolerancia religiosa y el acercamiento a Escocia, bastión presbiteriano que conoció a la perfección a través de un curioso empleo: el espionaje.

Haber estado en la cárcel lo apartó de los círculos que dependen de la buena reputación. Sin embargo, el adaptadizo Defoe descubrió las posibilidades de la escritura clandestina y convenció a Robert Harley, conde de Oxford y de Mortimer, de ser su informante secreto en Escocia.

El espionaje depende de descifrar y transmitir códigos. Con suma naturalidad, el prolífico panfletista se transformó en informante encubierto (al igual que Swift, cuyas simpatías estaban más cerca de los conservadores tories), y sostuvo una variadísima correspondencia en la que procuró ganarse la confianza de personas que apenas conocía. De este modo perfeccionó su habilidad para adoptar voces y posturas que no eran las suyas. En ocasiones, se sirvió de un tono ajeno con intención crítica (en Viaje por toda la isla de Gran Bretaña simula ser un anglicano incapaz de responder a las críticas de los protestantes disidentes); en otras, escribió del mismo tema para distintos públicos: Preparativos para la plaga está destinada a los lectores creyentes y Diario del año de la peste a los escépticos. Su biógrafa Paula Backscheider observa que Defoe asume los cambiantes puntos de vista de un anglicano, un disidente, un cuáquero, un escocés, un líder de pandilla, un whig y un jacobino. Necesitado de un seudónimo para su oficio en la sombra, opta por el prestigio de la lengua francesa. La parte más conspiratoria de su obra lleva la firma de Claude Guillot.

No basta ser susceptible para ser escritor, pero es muy difícil ser escritor sin ser susceptible. Quien manda un mensaje espera respuesta. Defoe se ofende por que Harley no conteste a sus misivas o lo haga con frialdad. No le molesta trabajar en secreto, siempre y cuando tenga al menos un lector, es decir, un público. Ya acreditado en el oficio de investigar vidas ajenas, consigue trabajo como espía de la Reina.

En esta etapa de su vida se burla de la capacidad de los ingleses para creer en rumores al tiempo que se beneficia de ellos. En un panfleto opina: “Esta es una era de conspiración y engaño, de contradicción y paradoja”, y añade: “Entre todas estas máscaras, es muy difícil reconocer el auténtico semblante de un hombre.”

La libertad no es otra cosa que una “piedra rodante”; el comercio y la política representan mascaradas, teatros de la transfiguración.

La ignominia de la cárcel y los abusos de la aristocracia le preocupan menos que la bancarrota. Defoe estaba hecho para las molestias, no para la pérdida de las ilusiones. Acorralado por las deudas, escribió panfletos que se vendían a unos cuantos chelines y en 1697, a los treinta y siete años, publicó su primer libro. El título de Ensayo sobre los proyectos parece optimista para alguien que ha quebrado. En la Inglaterra de la época, “proyectista” equivalía a “tunante” o “buscavidas”. En su panfleto, Defoe defiende la iniciativa individual para cambiar la sociedad. Poco después concibe una obra de autoayuda mercantil: The Complete English Tradesman. El texto revela sus amplios conocimientos en el ramo y lo poco que le sirvieron en sus propios negocios.

UNA ISLA EN EL HORIZONTE

Eugeni d’Ors parece coincidir con el dictamen de Dickens: “Robinson es el más universal de los libros; Defoe es el menos universal de los escritores.” La vida diaria del novelista estuvo dedicada a resolver problemas muy concretos: la venta de un caballo, la promulgación de una ley, un embargo, la falta de medicinas para sus hijos. Su agitada trayectoria carece de empaque académico, conversaciones de salón, conferencias universitarias, encuentros con hombres notables. Y, pese a todo, el mercader fallido concibe las grandes esperanzas de un personaje de Dickens. Cuando compra una barca le pone Deseo.

En respuesta a “The Foreigners”, poema satírico de John Tutchin sobre los extranjeros, escribió una parodia sobre la identidad inglesa, The True-Born Englishman. Fue el panfleto más vendido. Ahí mostró con ironía que la impureza de sangre, el arribismo y la incertidumbre son paradójicas señales de pertenencia a la comunidad británica.

Defoe no es un gran poeta; en sentido estricto, ni siquiera es un poeta: versifica con eficacia conversacional. En Las serias reflexiones de Robinson Crusoe, afirma: “La fábula debe ajustarse a la moral, no la moral a la fábula.” De acuerdo con su pragmático parecer, el contenido decide la forma. Sus versos se ajustan a este principio utilitario y le brindan un amplio público. En vida fue más apreciado por The True-Born Englishman que por cualquier otra obra. Al morir, su principal legado literario parecía ser una cuarteta seleccionada por el Diccionario Oxford de citas, para la que propongo esta traducción libre:

Dondequiera que Dios sienta sus reales

Ahí recoge el diablo sus caudales

Y si ambos se someten a escrutinio

Tiene el segundo mejor vaticinio.

El incombustible Defoe escribe de múltiples temas con una autoridad más fundada en el entusiasmo y la destreza discursiva que en sus conocimientos. Su biógrafo William Peterfield Trent señala con ironía que el año de 1699 debería pasar a la historia como el único en que el panfletista no hizo el menor intento de ilustrar a la humanidad. En 1704, a los cuarenta y cuatro años, abandona definitivamente los negocios y vive de su pluma. La decisión no parece muy segura, pues ya ha sido arrestado por sus ideas. En una carta de ese año comenta que su vida no es otra cosa que un “proyecto melancólico”. Esto no le impide escribir cuatrocientas mil palabras de enero a diciembre.

Centenares de artículos de circunstancia, panfletos, crónicas y cartas conspiratorias lo prepararon para adentrarse en el tercer acto de su vida: a los cincuenta y nueve años asume el tono llano de Robinson Crusoe.

La naturalidad es uno de los artificios literarios más difíciles de lograr, y Defoe fue un maestro en la tarea. Su carácter inquieto no se ajustaba a las dilatadas elaboraciones. Ya envejecido, convirtió sus limitaciones en virtudes. Sería simplista decir que sacrificó la forma en aras del contenido, pues su prosa es un triunfo del estilo. Digamos, con mayor exactitud, que privilegia la franqueza sobre el lucimiento, pero dota a sus palabras de la inquietante carga de quien prefiere cuestionar el entorno que describirlo. Demasiado impaciente para revisar sus borradores, adopta un estilo nervioso y directo, la veloz elocuencia de un desesperado.

Ian Watt comentó con pericia que la aceptación de un lenguaje llano a principios del siglo XVIII se debe en gran parte a que el público lector amplía su círculo. En ese ambiente menos restringido, los personajes comunes cobran interés. La gente que había leído las desaforadas aventuras de Amadís de Gaula, Gargantúa o Gulliver desplaza su mirada a las habitaciones comunes.

Defoe bautiza a su náufrago con un nombre parecido al suyo y se apoya en una noticia previa, los avatares de Alexander Selkirk. Ajeno a lo sobrenatural, incorpora a su literatura las infinitas dosis de realidad que ha padecido a lo largo de seis décadas y presenta la historia del náufrago como “escrita por él mismo”.

Robinson Crusoe se publica en 1719. En rigor, Defoe ignora que ha escrito una novela. Carece de referentes para comparar su texto. Ha llenado infinidad de libros de saldos y redactado infinitos documentos para transacciones; ha sido panfletista y escritor fantasma; ha usado las tácticas suasorias del que desea convencer, no siempre con ideas propias. Todo eso contribuye a un nuevo tipo de escritura.

“La idea del contrato jugó un papel preponderante en el desarrollo del individualismo político”, escribe Watt, en referencia tanto al contrato social propuesto por Locke y Rousseau como a los contratos entre particulares, que mucho ocuparon la mente de Defoe y de su principal personaje, Robinson Crusoe.

En 1725, seis años después de la aparición de Robinson Crusoe, el autor pudo afirmar: “Escribir se está convirtiendo en una rama muy considerable del comercio inglés.” Las ventas de sus novelas le brindaron un momento de respiro. Desde la muerte de su padre en 1706 sentía el agobio del hijo desobediente. A diferencia de ese hombre de rutina, sin otra ambición que la de llevar la contabilidad de una carnicería, se había embarcado en aventuras sin rumbo. El tesón permitió a su padre morir en una casa con diecisiete ventanas (en un tiempo en que se debía pagar impuesto por cada una de ellas). Después de su primer naufragio, Crusoe recibe esta advertencia de un marinero: “Dondequiera que vaya no encontrará sino desastres y decepciones hasta que se cumpla en su destino por completo la palabra de su padre.”

Maximillian E. Novak señala que la relación padre-hijo no solo atañe a la biografía de Defoe; era un tema del momento. El Príncipe de Gales se había malquistado con el rey Jorge I, pero la intriga no podía ser ventilada en público. Defoe la abordó en la prensa de manera indirecta, narrando el conflicto entre Pedro el Grande y su hijo Alexéi. El zar condenó a su hijo por salir del país sin su permiso; en respuesta, el heredero renunció al trono. “Ninguna historia puede igualar esto”, escribió Defoe. En su opinión ambos actuaban con terquedad reprobable: el padre que repudia a su heredero no puede amar a nadie más y el hijo desobediente no merece regir a su pueblo.

Más allá de la contingencia histórica, Defoe se interesó en este drama por razones personales. Nunca dejó de preocuparse por la forma en que su padre lo veía. En 1715 publicó uno de sus muchos libros de autoayuda, The Family Instructor in Three Parts, donde encomia la obediencia de los hijos. Tres años más tarde corrigió el texto y describió los abusos que puede cometer un padre. Su constante respecto a la figura paterna es la imposibilidad de estar en paz con ella.

En la Academia Norton había aprendido el valor moral de la gratitud, pero los avatares de la vida hicieron que rara vez pudiera ponerla en práctica. En forma compensatoria, hizo que su alter ego Crusoe se reconciliara con su suerte: “Mi vida había alcanzado una condición más cómoda, tanto para mi mente como para mi cuerpo. A menudo me sentaba a comer lleno de gratitud y admiraba la obra de la Providencia divina por abastecer así mi mesa en tierra silvestre. Aprendí a mirar más el lado bueno de mi situación, y no tanto el oscuro, y a tener más en cuenta los bienes que poseía y no aquellos de los que carecía; a veces eso me aportaba un secreto consuelo que no soy capaz de explicar y del que me limito a dar cuenta aquí para que piensen en él las gentes descontentas, incapaces de disfrutar cómodamente de cuanto Dios les ha dado porque ven y envidian aquello que no se les dio. Me parecía que todas nuestras quejas por carecer de algo demuestran nuestra falta de agradecimiento por lo que poseemos.” Este pasaje resume el proceso de conversión espiritual del náufrago.

En su propia vida, el novelista no alcanzó un reposo similar.

Los sinsabores le permitieron ejercer otro principio: el arrepentimiento. Robinson Crusoe puede ser visto como el más intenso acto de contrición de la literatura. El hombre que desobedeció a su padre y no entendió las reglas del sentido común reconoce sus errores a lo largo de veintiocho años, dos meses y diecinueve días. Una frase de San Jerónimo cautivaba al autor: “¿Cómo puede una mujer llorar si teme que las lágrimas perjudiquen su maquillaje?” El arrepentimiento debe ser radical, incluso a riesgo de humillar a quien lo ejerce.

Curiosamente, en las biografías de Defoe escasean las escenas que muestren al autor sometido a un íntimo examen de conciencia. Su vida fue tan episódica que cuesta trabajo localizar los lapsos de mortificación que sin duda existieron. Náufrago de sí mismo, inventó una isla para salvarse. Su imaginaria estancia en ese sitio daría lugar a un manual de supervivencia, un libro de contabilidad y un vasto proceso de autoconocimiento: Robinson Crusoe.

LA ISLA DESIERTA

Todo autor dialoga y lucha con la tradición; se inventa una genealogía a partir de sus gustos y repulsas. ¿Qué sucede cuando se embarca en un género que no existe hasta ese momento, o no de esa manera? Es el riesgo y el privilegio de los precursores.

Gianni Celati aconseja escribir sin pensar en la concepción que se tiene de la literatura. Un ejercicio útil para evitar las prenociones que debilitan la voz propia. Defoe es un exponente radical de esta idea. Al escribir una historia sin “ninguna apariencia de ficción”, recorrió una tierra sin mapas. Las narraciones precedentes solían cortejar lo sobrenatural, la leyenda, el mito.

Los portentos y las enormidades enfrentados por Amadís de Gaula cambian de signo con la llegada de un lector insólito, Alonso Quijano, que decide convertirse en don Quijote. La novela de Cervantes incorpora los monstruos y los prodigios no como parte de una realidad desmesurada, sino como fabulaciones de un caballero que ha leído demasiado. La acción transcurre en un plano realista donde sobran olores y falta dinero, pero se beneficia de la desaforada imaginación del protagonista. Defoe escribe otro tipo de relato, ceñido a la realidad. Su inventiva no depende de agregarle cosas al mundo sino de interrogarlo.

El gusto por los detalles (las monedas remojadas en vinagre) que dominó en la crónica le permite crear una historia de vibrante verosimilitud. Cuando el protagonista sale a flote en la confusión del mar, ve dos zapatos que no hacen juego. ¿Hay imagen más sencilla y poderosa de un naufragio?

Como tantos virtuosos, Defoe refuerza sus efectos aparentando que los desprecia. Se da el lujo de saltarse una descripción y la vuelve convincente al aclarar que no se detiene ahí “por no molestar con los detalles”.

En su más temprano origen, la literatura apenas se distingue de la magia y se desentiende del tiempo “real”. Las leyendas apelan al tiempo circular del mito, la poesía busca el instante inmemorial, la tragedia contrasta la fugacidad de los hombres con la eternidad de los dioses, las fábulas ignoran el reloj. Durante siglos, los escritores concibieron historias sin someterlas a una cronología “auténtica”. La palabra “anacronismo” es treinta años posterior a Shakespeare, quien no se dejó afectar por la exactitud histórica.

Robinson Crusoe inaugura otro empleo del tiempo. El texto es un calendario. El protagonista lleva la cuenta de los días con cuchillo en un poste de madera, pero eso no le basta. Con vocación de tendero, solo confía en los saldos que se escriben.

El narrador rememora su aventura en primera persona y dispone de casi treinta años para la tarea; sin embargo, no habla con la perspectiva de lo que ya sucedió, sino de lo que está sucediendo; no recrea: descubre. Y lo hace con la inquietud de quien ignora si estará vivo en la siguiente página.

Para acentuar este efecto, Defoe incluye el diario que su protagonista llevó en sus primeros días en la isla con la tinta rescatada del naufragio. Al recuperar la historia tres décadas más tarde, ofrece el tono espontáneo de esas notas guiadas por la angustia de comunicar lo esencial: “19 de junio: Muy enfermo y tiritando como si hiciera frío.” Varias entradas comienzan del mismo modo: “Fui al naufragio…”, dice el autor, refiriéndose a los restos de la embarcación. No escribe para entretener a otro sino para constatar lo que hace.

Los fragmentos del diario, escritos con lo que quedaba de tinta, muestran lo que el libro podría ser; representan su base “real”, la cantera de la que proviene lo que años más tarde se reelabora en beneficio del lector. Esto contribuye en forma decisiva a la verosimilitud del texto: sabemos cómo se construyó. El diario es un documento probatorio, la evidencia literaria de que el relato es “auténtico”.

Los materiales mismos de la escritura –la tinta, el papel– sirven de tema al náufrago. La soledad puede volcarlo a la locura o a remedios disparatados como los de Alexander Selkirk, que le cantaba himnos a las cabras. Escribir permite llevar y sobrellevar el tiempo.

Durante años Crusoe no oye voz alguna. Cuando enseña a su loro a pronunciar su propio nombre, “Poll”, siente una indecible emoción. El diario revela la función terapéutica de la escritura, que concede la peculiar compañía del soliloquio. El solitario que habla con un motivo definido sabe que su gesto no es gratuito; su voz se alimenta de sí misma sin aguardar respuesta.

Otro inventor de islas, Robert Louis Stevenson, llamó la atención sobre el paraguas de Crusoe. Ese objeto “inherente a una mentalidad culta y civilizada” sugiere que el protagonista aún se siente parte de su comunidad de origen. Podría servirse de otra protección, pero “el recuerdo de una respetabilidad perdida requería de una manifestación exterior y el resultado fue… un paraguas”. En su ensayo “La filosofía de los paraguas”, Stevenson centra su interés en el valor simbólico de un objeto asociado con una clase social; en el caso de Crusoe, conservar un aspecto digno equivale a suponer que puede ser visto; de manera fantasmal, se siente acompañado.

Si, como afirmó Pascal, la tragedia de un hombre comienza cuando no puede estar solo en su cuarto, la novela de Defoe lleva el predicamento a un grado extremo. Estamos ante la forma más severa de aprendizaje: el protagonista debe soportarse a sí mismo.

Cuando la tinta se acaba, el narrador sigue viendo el mundo en clave literaria. Su estancia en ese incierto paraíso es el borrador de un libro futuro, que el lector tiene en las manos. Pero también hay un impulso moral para la escritura. Las confesiones de Crusoe se fundan en la necesidad de arrepentirse de la ambición que lo llevó a desobedecer a su padre. En versiones previas a la espléndida traducción del novelista Enrique de Hériz (Norma, 2014) se suprimían numerosos pasajes relativos a la conversión espiritual del protagonista.

Si don Quijote vive para ser escrito, el náufrago escribe para corregir su vida. La isla sin nadie representa una página en blanco, una oportunidad de “pasarse en limpio” y salvar su alma.

Crusoe comprende que la fe prospera menos “en el terror y el desconcierto” que en la forzada serenidad del aislamiento. Cuando alguien tiene que resolver un problema apremiante rara vez lo somete a consideraciones espirituales. Crusoe vive para las soluciones prácticas hasta que naufraga y se ve obligado a realizar un examen de conciencia. En la isla la oración es atributo de la mente, no del cuerpo. Quien siente un dolor físico busca un alivio concreto; en cambio, la soledad exige remedios espirituales.

Un enfermo se arrepiente con menos fuerza que un filósofo.

El principal castigo de Crusoe consiste en saberse autor de su ruina. Se embarca sin prever las consecuencias, sobrevive a un naufragio, menos grave que el que vendrá después, y no asimila la lección. Vuelve a zarpar un 1.º de septiembre, a ocho años exactos de su anterior viaje, como si cortejara el desastre. Nada lo frena en su ímpetu de traficar con esclavos y ser rico a toda costa. El “advenedizo insaciable”, como lo llama Marthe Robert, se dirige al descalabro. La isla desierta es su condena y la escritura su oportunidad de redención.

Lo normal en esa monótona y aislada circunstancia sería no escribir. Jean-Jacques Rousseau fue a la apartada Isla de SaintPierre para alcanzar un estado anímico opuesto al de Defoe. Lejos de la república de las letras, modificó el curso de sus pensamientos; estudió botánica con la curiosidad de quien no desea dejar de ser aprendiz; logró aliviarse de la carga de sus ideas y se refugió en el consuelo espiritual del paisaje. Hacia el final de sus Confesiones, escribió: “Me parecía que en esa isla estaría más lejos de los hombres, más amparado de sus ultrajes, más olvidado de ellos, más entregado, en una palabra, a las dulzuras del ocio y la vida contemplativa. Hubiera querido verme confinado en esa isla de modo que no volviese a tener trato con los mortales, y es muy cierto que tomé todas las medidas imaginables para sustraerme a la necesidad de mantenerlo.” Sus motivos para estar ahí son voluntarios; la publicación del Emilio lo obliga a salir de Francia, regresa a su Suiza natal y encuentra en Saint-Pierre un santuario a su medida. Al saberse a salvo, deja de escribir: “Me gusta ocuparme en muchas nadas.” W. G. Sebald comenta a propósito de este pasaje: “En una era en la que la burguesía pone un enorme empeño filosófico y literario en proclamar su derecho a la emancipación, nadie supo reconocer como Rousseau el carácter patológico del pensamiento; él mismo no deseaba otra cosa que suspender las ruedas que giraban sin cesar en su cabeza.” Utilidad de las islas: en ese terreno el pensador se libra de sus excesos y el aventurero aprende a pensar. Hay libros que uno se llevaría a una isla desierta y libros que existen como una isla desierta, con Robinson Crusoe a la cabeza.

El náufrago escribe con pasión adánica; su supervivencia se convierte en un ejercicio espiritual para nombrar el mundo. La condena bíblica de “ganarás el pan con el sudor de tu frente” adquiere en esas apartadas arenas un sentido edificante. El trabajo es la plegaria con la que el protagonista aspira a la salvación. Formado en el protestantismo, Defoe identifica el rendimiento laboral con la ética. Su protagonista carece de estímulos externos para seguir activo y debe apelar al motor de su conciencia. El infierno, la Caída, sería estar quieto.

Para Rousseau, Crusoe es el arquetipo del buen salvaje; para Marx, el emprendedor de sí mismo; para Kant, el individuo ante la perdida arcadia de la naturaleza; para Max Weber, un ejemplo del papel del protestantismo ascético en el surgimiento del capitalismo.

La supervivencia carece de instrucciones de uso: el náufrago debe elegir. Consciente de la sobredeterminación divina, ejerce una libertad propiciada y acotada por las circunstancias. La naturaleza pone a prueba su inventiva, forzándolo a ser juez de cada situación. La isla no conoce la calma. Cada cambio de clima implica resolver un problema. Reconciliado con el destino, el náufrago desearía abandonarse a su suerte, pero para sobrevivir debe actuar como un héroe de la elección individual. Habita un mundo más extraño que el paraíso, donde la naturaleza pide ser resuelta.

De acuerdo con V. S. Naipaul estamos ante “el sueño de ser el primer hombre en el hombre, de ver crecer la primera cosecha”. No se trata de un sueño de inocencia, sino de posesión física del entorno. “Por primera vez en la historia de la literatura vemos cómo se hacen las cosas”, opina J. M. Coetzee. Defoe muestra el backstage del mundo, el taller donde nada puede posponerse.

La vida diaria es para Crusoe un desafío casi insalvable. En su ensayo “El narrador”, Walter Benjamin distingue la narración, forma más temprana y artesanal del relato, de la novela, que presupone una “segregación” psicológica entre el autor y su circunstancia. Conseguir comida, techo, abrigo y trabajo son estímulos para una narración elemental. La historia de la literatura es, en buena medida, un alejamiento de esas necesidades básicas. Cazar un venado, sembrar una semilla, recoger agua de lluvia son tareas que se borran del horizonte discursivo. En un sentido primigenio, el narrador es uno con la naturaleza, mientras que el novelista entra en conflicto con ella.

¿Puede una gran novela ser una narración de la experiencia en el sentido que le atribuye Benjamin? Robinson Crusoe representa ese caso peculiar. La novela es ajena a la fantasía pero no a la vida interior. Lo que narra ocurre dos veces: como suceso y como desafío moral. La trama avanza al parejo de la vida. Cuando se aparta del núcleo argumental –el naufragio, la supervivencia, el encuentro con Viernes–, pierde intensidad. Los antecedentes laborales de Crusoe y su destino final como hombre de familia interesan poco. Al igual que Selkirk, el autor tenía una gran cosa que contar.

Defoe se sirve de un lenguaje sin adornos, poco común en la literatura del naciente siglo XVIII. Su tono le debe mucho al periodista, pero también al comerciante que redactó inventarios y contratos. En poco tiempo eso se iba a convertir en dogma estilístico. Un personaje de Thomas Hardy pide a sus contertulios que no se vayan por las ramas y hablen en lenguaje llano: “Let’s talk Defoe.” No inventa la literatura realista; su incalculado logro es más complejo: inventa la realidad. Las zozobras y las vacilaciones de su protagonista contribuyen a este efecto. El desacuerdo con lo real es una forma, acaso la más intensa, de afirmarlo. Coetzee lo considera un impostor de lo empírico que construye falsas autobiografías. Ya en el Diario del año de la peste había alterado datos, lo mismo que en sus crónicas de viajes; sin embargo, como novelista va más allá de una falsificación de hechos: crea una realidad acrecentada, más viva y convincente que la que percibimos al despegar la mirada del libro.

Al promediar el siglo XVIII, Henry Fielding y Samuel Richardson dominarían la novela inglesa escribiendo de ese modo. “No es tal o cual obra de creación, sino la novela como género la que sigue su huella”, comenta Marthe Robert.

La vida imaginada con realismo llevó a una paradoja del conocimiento: nada resulta más cierto que lo escrito. Adentrarse en las páginas de Robinson produce una sensación de veracidad difícil de obtener en la exuberante naturaleza, donde la mente se concentra en evitar mosquitos y piquetes de víbora. Animado por las ventas, Defoe escribió con menor fortuna otros dos volúmenes sobre el náufrago. En el tercer episodio, de corte reflexivo, insiste en la veracidad de su historia. Sin embargo, la verosimilitud de su historia no depende de postularla como auténtica, sino de la forma en que está escrita. Marthe Robert lo dice de este modo: “Por primera vez en la historia de la literatura, la tierra soñada será la misma que va a ser necesario desbrozar.”

Cavallari comenta en su ensayo sobre Crusoe: “Milton muere en 1674, Robinson aparece en 1719. Las dos fechas dicen todo de una Europa que oscila entre paraísos perdidos y presuntos paraísos.” Defoe habla desde un desencanto. Su austera forma de relatar los hechos se ajusta a una realidad que no admite ensoñaciones. Decepcionado de su vida y de su época, se interesa en la naturaleza como problema. El mayor reto de regresar al jardín del comienzo es la soledad. Crusoe es un Adán al revés, forzado a volver a un Edén que ya carece de sentido.

En vez de instalarse en el corazón de la isla, más seguro y agradable, lo hace en la costa por la posibilidad de avistar un navío. Sabe que los contactos pueden ser negativos; teme a los caníbales y más aún a la Inquisición española. En cuanto a sus compatriotas, está seguro de que si andan por ahí no será por buenas razones. Aun así, aguarda el momento de romper su soledad. Esta predisposición prepara para el encuentro decisivo de una novela extensa que solo tiene dos personajes principales. La llegada de Viernes justifica la espera.

Al principio del libro, Crusoe refiere con indiferencia que ha comerciado con esclavos. Cuando mata a un león lo hace en forma gratuita. No se considera racista ni cruel; acepta la rueda del mundo como un proceso donde el más fuerte impone su dominio. Los largos años en la isla le permiten pensar de otra manera.

Esta conversión tampoco es absoluta. Transformado en un hombre más justo, el protagonista ejerce una violencia razonada. El debido respeto a los demás no le impide matarlos cuando le parece necesario. En el último tramo de la novela participa en una escaramuza y hace un recuento de veintiún muertos en el frío tono de un tendero.

En su solitaria antropología, se vuelve más sensible ante los temas generales que ante las amenazas particulares y aprende a valorar las costumbres de los otros: “Qué autoridad o mando tenía yo para pretender ser el juez y verdugo de aquellos hombres por considerarlos criminales, cuando a los cielos les había parecido oportuno dejarles sin castigo durante siglos y permitir que ellos mismos se erigieran en jueces y verdugos de sí mismos.”

Obsesionado por el calendario, bautiza al aborigen que llega a sus costas como Viernes, por el día en que lo encuentra. El recién llegado lo deslumbra por su inocencia. Es, como la isla, otra página en blanco. Crusoe lo protege de sus perseguidores y obtiene a cambio sumisión y gratitud. Aunque ha avanzado bastante en su respeto a los demás, no siente la menor curiosidad por las costumbres del recién llegado. Le sorprende que desprecie la sal y que, en su cándida concepción del universo, acepte con facilidad la idea de Dios pero tenga trabajo para asimilar la del diablo. No busca saber más; se convierte en maestro de su entenado; si el alumno expresa algo de su cultura, el dato se registra como un detalle carente de relieve.

El rasgo más significativo de esta enseñanza es que el náufrago se educa en su alumno: “Al exponerle las cosas a Viernes, en realidad me informé e instruí a mí mismo.” No es casual que la novela cautivara a Rousseau al grado de ser el primer libro que le entrega a su Emilio. Viernes debe deshacerse de sus prenociones para comprender el mundo: aprende desde cero y permite la incesante superación de su maestro.

En su aislamiento, Crusoe llega a la conclusión de que todas las naciones son iguales y solo Dios puede dirimir entre ellas. Los gobernantes basan su poder en una impostura, al igual que los sacerdotes de todas las religiones, que no buscan interceder ante Dios sino dominar a los demás con su saber hermético.

El conocimiento aparece en la novela como una forma legí- tima de la dominación. Desde la perspectiva contemporánea, resulta sencillo comprender que el trato que Crusoe concede a Viernes es abusivo. Ignoramos los variados dioses que pueblan su mente, los sabores que determinan sus recuerdos o las cosas que le dan risa. Lo vemos someterse a una densa gramática del mundo. El subyugado afecto del aborigen es el premio de su maestro. La dialéctica de la Ilustración (el pensamiento como potencia liberadora, pero también como arma de restricción y dominio) está implícita en la pedagogía impartida por el náufrago.

Defoe es ajeno a los juegos formales que convierten a Cervantes en fundador de la novela moderna y de la metaficción. Su mayor capricho consiste en contar algo que no viene al caso, lo que pasó antes y después de la historia principal. Con desparpajo, refiere los muchos antecedentes laborales de Crusoe y al final informa que se casó y tuvo familia. Nada de eso resulta esencial a la trama, pero el narrador se da el lujo de incluirlo.

Desde su fundación, la novela es un género voluntariamente impuro, que admite discursos ajenos a su esencia. La estructura deshilvanada en el principio y en el final del libro es para Coetzee una falta de control por parte del autor. Eso es cierto, desde luego, pero al permitirse ese alarde o, si se quiere, ese descuido Defoe contribuye a crear un género flexible, abierto a muy diversos estímulos, refractario a la reductora idea de “perfección formal”, y autoriza a otros autores a incorporar variadas narrativas al cuerpo de la novela. Avanzado el siglo XVIII, Laurence Sterne escribe una gozosa saga sobre la digresión y el cambio de tema, Tristram Shandy. En el siglo XIX, Herman Melville incorpora un tratado sobre la caza de ballenas en Moby Dick y León Tolstói alterna la trama de Guerra y paz con largas disquisiciones sobre la historia. Más allá de estos caprichos de composición, Robinson Crusoe posee un núcleo indestructible. Ciertas obras sobreviven a toda clase de maltratos y adaptaciones. En su diario sobre Borges, Bioy Casares refiere que, en uno de sus muchos viajes para dar conferencias en pequeños pueblos, Borges presenció una representación escolar de Shakespeare. Los actores eran aficionados sin ningún talento, pero la obra logró superarlos, transmitiendo su conmovedor mensaje esencial. Algo semejante ocurre con Robinson Crusoe. Adaptada para niños, mutilada en ediciones populares, reinterpretada con brillantez por Michel Tournier (Viernes o los limbos del Pacífico y Viernes o la vida salvaje), así como por J. M. Coetzee (Foe) y J. G. Ballard (La isla de concreto), adulterada por innumerables imitadores, vampirizada por el cine y la televisión, la saga del náufrago resiste como el perfecto arquetipo de la soledad.

La palabra “novela”, que alude a “novedad”, no se usaba en tiempos de Defoe. Forjado en el periodismo, decidió contar un relato que imitara la realidad. Para que luciera “verdadero”, se sirvió del recurso de la falsa autobiografía. No escribió un libro de viajes ni de peripecias extravagantes, son de la hazaña de vivir a diario; aprovechó la acción para cuestionarla y comentarla; descubrió la fascinación de narrar algo que el protagonista no acaba de entender: la realidad interesa por la forma en que es vista.

Al terminar su primer libro de ficción, Defoe se había convertido en el gran escritor de la época, pero nunca lo supo. Su aventura ocurrió en una playa sin nombre, el gran sitio del comienzo, para el náufrago que se educó a sí mismo y para la novela realista.

Nunca me pierdo lo que escribe Juan Villoro, dice Hernán Ronsino. Foto: SinEmbargo

Juan Villoro (Ciudad de México, 1956) tiene una extraordinaria reputación como novelista, cuentista, ensayista y desde luego cronista. En Anagrama ha publicado los ensayos literarios Efectos personales y De eso se trata, las crónicas de fútbol de Dios es redondo, las novelas El testigo, galardonada con el Premio Herralde (“Cuando ya a nadie se le ocurriría preguntar si es posible escribir la Gran Novela Mexicana, Villoro la puso en la mesa”, Álvaro Enrigue, Letras Libres), El disparo de argón (“Una obra maestra, una novela que ensancha los límites del sentido y ayuda a comprender la realidad dispersa de las ciudades”, Diego Gándara, La Razón) y Arrecife (“Magnífica”, J. Ernesto Ayala-Dip, El País), el libro de cuentos Los culpables, galardonado en Francia con el premio Antonin Artaud, la recopilación de artículos ¿Hay vida en la Tierra? y el volumen de conversaciones con Ilan Stavans El ojo en la nuca.

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